lunes 18 de mayo de 2009

Encuentro extraordinario con un ser de tres metros y medio de estatura



Lugar: Extremo meridional de la península, a orillas del Mediterráneo y a corta distancia de la ciudad gaditana de Tarifa. Año 1964. Nombre del testigo: Esteban.

Los Hechos:

Esteban, único testigo, es un acreditado “hombre rana” con más de treinta años de experiencia profesional. En otras palabras, una persona prudente, que ha vivido siempre de su duro y sacrificado trabajo y que, como buen buzo, antepone el sentido común a la fantasía. Los que conocen el fascinante mundo del submarinismo saben de sobra la capacidad de observación, los nervios y el buen hacer de quienes lo practican. En especial, de sus profesionales. Un hombre que, dada la época en que ocurrieron, no tuvo más remedio que silenciarlo, anteponiendo su prestigio y puesto de trabajo a la difusión del extraño encuentro. Incluso hoy, comprensiblemente receloso, sigue prefiriendo el anonimato.

“Por aquel entonces –explicó Esteban- contaba veintiocho años. Yo trabajaba como buzo. Fue en septiembre. Lo recuerdo porque se celebraba la feria de Tarifa, y esa noche, hacia las dos y media o tres de la madrugada, regresaba del baile. Vivía en un lugar al que llaman El Tejar, a cosa de un kilómetro de la referida localidad tarifeña. Lo conocía muy bien, y generalmente, como en esta ocasión, lo hacía en solitario. A quinientos metros de mi casa, en plena ascensión, y en una de las curvas del sendero, se alzaba –a la izquierda- lo que por aquí llamamos un “cortado de pita”. Es decir, una cerca o empalizada de tres o cuatro metros de altura. Ese cortado me serviría de referencia para calcular la estatura del “individuo” que me salió al paso.

En fin y por abreviar, que tomé la senda empedrada que conducía al Camorro, el observatorio de la marina, con la intensión de meterme en la cama y descansar. Mi madre cuidaba de la casa con ayuda de cuatro perros. Y es curioso, esos animales –Adelín, Morito, Linda y una perrita ciega- salían siempre a mi encuentro. Esa noche, sin embargo, desaparecieron.

Y al llegar a una de las curvas –la del “Cortado de Pita”- me detuve perplejo. Era una noche sin luna, pero a pesar de la oscuridad, yo caminaba sin el menor problema. Por mi profesión -he llegado a descender hasta noventa metros en el pantano del Pintado, en Sevilla- estoy muy hecho a moverme entre las tinieblas. Y, como le digo, algo me retuvo. A mi izquierda, en el filo del camino y por delante de la cerca de pita, descubrí unas piernas. Miento: lo primero que me llamó la atención –acosa de un metro de mis ojos- fue una mano. Una mano enorme que descansaba pegada a un muslo igualmente gigantesco. Una mano izquierda con los dedos ligeramente abiertos y cubierta con una serie de placas, como las escamas de los pescados, de tres a cuatro centímetros de longitud cada una. Mi vista como le decía, quedaba a la altura de dicha mano. Y desconcertado, alcé los ojos. Tenía ante mí a un ser interminable. Su cabeza se hallaba al mismo nivel que el remate de la pita. Eso significaba una altura de tres metros y medio aproximadamente. Supongo que permanecí con la boca abierta, desconcertado. Pero inexplicablemente no sentí miedo, no sé porque. No lo entiendo. Se hallaba enfundado en un traje ajustado, parecido al que usamos los “ranas” pero todo de una sola pieza y cubierto con esas plaquitas o escamas. Era de un color ceniza, bastante triste. Recuerdo que el faro nos iluminaba cada cinco o diez segundos y, aunque el haz de luz le bañaba a placer, las “escamas” no brillaban. Presentaba una constitución proporcionada a su talla, aunque algo estrecho de tórax y hombros.

En todo el tiempo que permanecí a su lado no hizo un solo movimiento. Se hallaba de cara al mar y con los brazos caídos a lo largo de las piernas. No sé si fue a causa de la inmensidad de su altura –yo tengo un metro sesenta y tantos metros de altura y mis ojos se emparentaban con el muslo-, pero la cuestión es que no pude distinguir la cabeza y el rostro con claridad. Y de pronto me habló. Y lo hizo en un castellano perfecto.

-¿Hay fábricas de pescado?, preguntó.
-Y yo le respondí:
-No, eso está en el pueblo.
-Y al punto, con una voz más dulce y melosa, como si lo hubiera aprendido de carrerilla, formuló una segunda pregunta:
-Chico, pero ¿tú eres de por aquí?
-Soy de El Tejar –repliqué- y todas las noches paso por aquí.

Y ahí concluyó la conversación. Por supuesto, la voz era “humana”. Todo él era humano, pero gigantesco. Y durante un rato –no sabría precisar cuánto- nos quedamos en silencio, observándonos mutuamente. Comprendo que era una situación absurda, pero fue tal y como sucedió. Y, de pronto, sin más, empecé a caminar hacia mi casa. A los pocos pasos de volví y seguí viéndolo. No se había movido del sitio. Fue al entrar en El Tejar y divisar la puerta abierta de mi hogar cuando caí presa del miedo. Un miedo total como pocas veces he sentido. Hasta el punto que caí desmayado. Se lo conté a mi madre, pero obviamente no me creyó. Esa noche fue horrible, no hacía otra cosa que pensar y pensar. Sólo los perros, con su huidizo comportamiento, parecían darme a razón. Y, a la noche siguiente, volví a pasar por el lugar. Estuve un tiempo contemplando el “cortado de pita”, el sendero y el mar –que se abre a cincuenta o sesenta metros-, pero no observé nada anormal”.

Para Esteban, la actitud del gigante fue impecablemente correcta, sin asomo alguno de agresividad.

“En la segunda pregunta, como creo haber comentado, noté incluso un tono afable y cariñoso, como si tratara de tranquilizarme. Veía mover sus labios y tengo su voz grabada a fuego en mi memoria. Jamás he escuchado una voz similar. La verdad no consigo entender el porqué de tan extraño encuentro.”

¿Este encuentro fue una casualidad o, por el contrario, estamos siendo vigilados por alguien?

Fuente: "La Quinta Columna"; J.J. Benítez